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domingo, 19 de octubre de 2014

La sonrisa de mi Evangeline.

” [...]

Alan miraba fijamente el bloque de piedra que era la lápida de Evangeline. Nunca se había movido de ahí, y poco le importaba que lloviera, nevara o hiciera sol… Esas cosas mundanas ya no podían afectarle. Miraba el bloque y se acordaba de ella, y el resto del mundo desaparecía a su alrededor, pues carecía de sentido sin su amada difunta esposa. No sabía cuánto había pasado desde que la habían asesinado, ya que, para él, el tiempo se había detenido en el momento en que la había visto tirada en la cama, desnuda y llena de cortes por todas partes. Muerta. Desconocía si habían pasado días, años, siglos o unas cuantas horas… Lo único cierto era que ella ya no estaba, y que no volvería… Bueno… y que él estaba muerto también lo sabía. Así pues hizo memoria, regresando a la triste noche de principios de abril de 1790.



Alan estaba nervioso cuando salió de la mansión; tenía un mal presentimiento. Algo no iba bien. Lazarus había estado paseándose por toda la casa, como si estuviera buscando algo, y eso no era normal; se conocían desde hacía años y eran buenos amigos, aunque tenían sus diferencias, y nunca le había visto tan inquieto… Normalmente era un tipo tranquilo y frío, y jamás le había visto perder la calma, de ahí que su comportamiento le resultara sospechoso desde el principio. Evangeline también estaba nerviosa, y continuamente miraba a todas partes, como si temiera que algo, o alguien, pudiera atacarla en cualquier momento. Y eso, naturalmente, no era un buen presagio, por eso a Alan no le apetecía salir de la mansión… Pero ¿qué podía hacer? Su obligación era acompañar a su madre a pasear, para protegerla de cualquier peligro. Aunque odiaba estar lejos de su esposa, sabía que la mansión era un lugar seguro, y más si Lazarus estaba allí; así pues, salió a montar a caballo con su querida madre, tratando de alejar de sí todos sus temores.


No se entretuvieron mucho, pues empezó a llover y se vieron obligados a volver al abrigo de la mansión; al entrar por la puerta, lo primero que notaron fue el silencio. No había ni un solo ruido. Sin embargo, el hecho de que ni Lazarus ni Evangeline hubieran salido a recibirles era extraño, así que Alan subió a buscar a su amada esposa a sus aposentos. Y la encontró tumbada en la cama. Muerta. La visión era tan horrible, que supo que poblaría sus peores pesadillas por siempre: Evangeline estaba con medio cuerpo encima de la cama, completamente desnuda, y la sangre de los cortes que tenía por todo el cuerpo brillaba siniestramente a la luz de las velas. Alan se acercó más, horrorizado y tratando de contener las náuseas, pero su visión estaba borrosa a causa de las lágrimas… Después, el tiempo se había detenido al comprender que ya nunca más volvería a verla sonreír.




Alan inspiró profundamente, y levantó los ojos de la lápida. Echaba de menos la sonrisa de Evangeline, muchísimo… Sabía que había habido un retrato suyo en alguna parte de la casa, pero desconocía dónde lo habían guardado o si seguía allí, ya que su familia se había llevado muchas cosas de vuelta a Europa, y el resto… Bueno, quizás las vendieran, las destruyeran o quién sabe qué. Tampoco tenía ánimos para entrar en la mansión a buscarlo; se negaba en rotundo a encontrarse con Lazarus, o con lo que quedaba de él, al menos. Entonces, le abordó un mal presentimiento. Algo malo iba a pasar. Otra vez. Quizás esta vez pudiera llegar a tiempo para evitarlo, y redimirse así del crimen por el que había sido condenado… El suicidio no estaba bien visto a ojos de Dios, así que su alma había quedado atrapada en aquel mundo, que ya no era el suyo. Pero, de alguna manera, sabía que, si salvaba una vida inocente, sería perdonado, y volvería a ver a su amada Evangeline… [...]“