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viernes, 21 de noviembre de 2014

"Dios me perdonará."

(Nota de la autora: Escribí esto tras ver en las noticias el caso de los supuestos abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia en Granada. Este texto es ficción, aunque yo casi me muero del asco sólo tratando de imaginar cómo sería la realidad... Es, quizás, algo bestia, pero los abusos que sí que se han confirmado son algo mucho peor, y no sólo aquellos cometidos por miembros de la Iglesia, sino cualquier abuso -cualquiera, no sólo a menores, aunque esos son los más horribles, en mi opinión-. Nadie se merece pasar por eso. Y, por supuesto, este texto está dedicado a aquellos que creen que se les va a perdonar lo que han hecho... Ese acto no tiene perdón ninguno.)


Mírale…

La luz de las velas arranca destellos de oro de su cabello rubio, y lo hace parecer tan suave… Seguro que es suave, sí.
Tiene una carita tan dulce… Se parece a los querubines que, inmóviles, revolotean sobre el altar de la parroquia, sosteniendo instrumentos musicales entre sus manitas de mármol.

Me acerco, con las manos agarradas por delante de mí, y le sonrío. Él parece bastante distraído; está como en éxtasis, contemplando las imágenes que adornan la pared principal de la Casa de Dios… Ah, es como si estuviera viendo a un auténtico ángel frente a mí… ¿Cómo será tocarlo? ¿Tendrá la calidez que promete la carne, o, por el contrario, la frialdad de la piedra blanca de la que están hechos sus hermanitos?

Quiero saberlo. Dios me perdonará, porque es tan hermoso… Me perdonará, porque sabe que esta tentación es demasiado fuerte como para resistirla…

Carraspeo para llamar la atención del querubín, y él se gira rápidamente, con una adorable expresión de susto en el rostro. Me sonríe cuando me reconoce, y a través de sus sonrosados labios puedo ver una hilera de dientes de leche, un poco separados entre sí.

-¿Te gusta la imagen de nuestro Señor? –le pregunto, inclinándome un poco hacia él. El pequeño asiente con su cabecita llena de rizos de oro, que tiemblan y rebotan con cada sacudida; mira de nuevo hacia arriba, y señala con un dedito regordete a la Virgen María.

-Mamá –dice, muy seguro, y vuelve a clavar sus ojos azules en los míos.

-Sí, ella es tu mamá también –afirmo, poniéndole una mano en el hombro. Aún lleva puesto el atuendo de monaguillo, que esconde todas las partes de su cuerpo que yo desearía ver…

Señor, perdóname.

-Papá –el pequeño señala la imagen de Cristo crucificado, mientras mira su rostro como si fuera lo más hermoso que hubiera visto nunca. Se me seca la boca, y mis manos empiezan a temblar.

-Sí… Es tu papá… –murmuro, notando el sudor bajando por mis sienes- Pero tu otro papá vendrá a buscarte pronto…

El querubín asiente, sin despegar la vista de la imagen divina de Nuestro Señor, y sus ricitos dorados vuelven a moverse al compás de su cabeza.

Dios me perdonará por esto. Lo sé. Él siempre lo perdona todo.

-Tienes que cambiarte –le digo, y él me mira con los ojos muy abiertos, sorprendido. Se mira la ropa, y toca la tela blanca con sus pequeñas manitas, como si no se hubiera dado cuenta de que esa ropa no era la suya. Asiente enérgicamente.

-Ven conmigo –añado, y le tiendo una de mis manos temblorosas, que él se apresura a agarrar con firmeza. Le guío por el altar, hasta llegar a una discreta puerta de madera oscura, tras la cual se encuentra una pequeña habitación donde suelo guardar mis sotanas, y le hago entrar.
El pequeño mira la estancia extrañado, y después me mira a mí; yo le sonrío débilmente, y él me devuelve el gesto, confiado de repente.

Señor, perdóname…

-Quítate eso –a mis palabras les falta poco para convertirse en una orden directa; el pequeño se deshace de la prenda con manos rápidas, aunque no muy hábiles, y la cabeza se le queda atascada en el cuello del atuendo. Inspiro profundamente, y me agacho para ayudarle, pasando las manos por la suave piel de su espalda y de sus costados; libero el botón que impide que el maldito vestidito blanco pase por la cabeza del querubín, y me deshago de él para poder observar su cuerpecito a placer.
Sólo lleva puestos unos pantaloncitos cortos de color azul marino y los zapatos. Ahora sí que parece un ángel… Recorro sus bracitos regordetes con las puntas de los dedos, y un escalofrío atraviesa mi columna como una descarga eléctrica. Inspiro profundamente, mientras una parte de mí empieza a exigir atención.

-¿Quieres un caramelo? –le pregunto, y oigo mi propia voz temblorosa, insegura, o quizás sólo impaciente. Él sonríe, encantado, y me doy cuenta de que se le forman unos hoyuelos en las mejillas. Sus adorables ricitos vuelven a mecerse y a rebotar cuando asiente– Tengo uno aquí, en el bolsillo…

Me incorporo y me levanto la sotana, desabrochando mis pantalones, y sacando esa parte de mí que me martiriza.

Señor, perdóname…

-Aquí tienes… –murmuro, sujetándola con una mano, mientras con la otra atraigo la cabeza del querubín. Cierro los ojos y alzo el rostro hacia el techo.

Dios me perdonará por esto…

Siento algo cálido en la punta.

Dios me perdonará…

Se mueve un poco.

Dios me… Ah…

-Dios no te va a perdonar por esto –la voz clara del pequeño me sobresalta. No hay rastro alguno de niñez en ella, sólo una gelidez que me hace estremecer. De repente, siento un pánico atroz.
Veo cómo sus claros ojos azules se vuelven negros, y después blancos por completo. Cuando vuelve a hablar, no es su voz, sino la de un hombre adulto, casi un anciano, la que escucho.

-Has corrompido el regalo más puro que le he dado a los hombres… No puedo perdonarte por esto –dice, y cada palabra está teñida de rabia, tristeza y decepción. Mi cuerpo comienza a sacudirse de forma incontrolable, porque sé que esa es la Voz que he estado buscando en mis plegarias…

-No puedo perdonarte por esto –sigue diciendo el pequeño ángel con esa cadencia que no es la suya–No puedo perdonarte por esto.

El niño se desvanece igual que si estuviera hecho de humo, pero la Voz permanece, y sigue repitiendo las mismas cinco palabras…

No puedo perdonarte por esto…

Grito, porque no quiero seguir oyéndolo. Grito, y me araño la cara, desgarro la sotana, aprieto esa horrible parte de mí… Grito, porque la Voz no se calla. Porque su Dueño está en Su Casa, y sus palabras en mi cabeza.

Grito, porque Dios no puede perdonarme por esto.



domingo, 16 de noviembre de 2014

"Acelera."

Hay veces en las que lo único que quieres es huir. Huir de la gente, de algún lugar, de los problemas... De ti mismo.

Acelera.

Sientes cómo el mundo se vuelve un borrón a tu alrededor.

¡Acelera!

Pasas el umbral de lo permitido, pero eso ha dejado de importar. El tiempo carece de valor, la vida se ha vuelto simple... Sólo tienes que mantener el pie pegado al pedal, y te alejarás de todo, de todos, de ti mismo.

¡ACELERA!

Pero la huida sólo es una ilusión, y el mundo vuelve de golpe. El tiempo recupera su importancia, y es tal, que sólo quieres que se detenga, e incluso que vuelva atrás para poder recuperarlo... Porque debiste haberte fijado en lo que tenías delante, y ya no es sólo en aquello que tenías y no apreciaste, sino en los obstáculos que tu propia autocompasión te impidió ver.

Porque tu cerebro te dijo a tiempo que tenías que parar. Que tenías que frenar. Pero tú sólo le oíste gritar: ¡ACELERA!


Y lo hiciste. Y conseguiste, literalmente, huir de ti mismo. O, al menos, veintiún gramos de ti huyeron de tu cuerpo.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

"Am I nothing?"

Iban a encerrarla. Se la estaban llevando a rastras por un pasillo mal iluminado, e iban a encerrarla y a alejarla del mundo que amaba.
Estaban encerando el suelo con su vestido mientras tiraban de ella, que no se estaba resistiendo; sabía de sobra que era inútil, y que ya no había nada que pudiera hacer.
Oyó el chirrido de las bisagras oxidadas antes de ver la puerta, y la luz entró a raudales en el corredor, ahuyentando la oscuridad por un instante; la empujaron dentro de una habitación, y la sujetaron delante de una cuna blanca, obligándola a mirar a su bebé. Era tan hermoso... Aquel pequeño ángel la observaba con sus grandes ojos azul oscuro, haciendo un puchero en una muda súplica por que le sacara de allí. Ella también quería llevárselo, quería marcharse con él lejos de aquel horrible lugar, pero ya no podía ayudarle... Tan sólo pudo contemplar su carita de querubín mientras la arrastraban de nuevo hacia el oscuro pasillo de antes, sin siquiera ser capaz de articular palabra o sonido alguno.
La dejaron apartada en una esquina, tirada sobre el frío suelo de linóleo azul; había un par de personas a su lado, y creía conocer a una de ellas: un hombre grande, de mirada perdida. Pero esta vez él sabía bien lo que estaba viendo, y sus ojos expresaban una compasión y una pena infinitas.
Y entonces ella lloró. Se abrazó a él, y lloró desesperadamente.

Mientras tanto, justo tras ellos, un hombre observaba la escena a través de un cristal de seguridad, la única barrera entre los pacientes del psiquiátrico y los visitantes cuerdos. Su hermoso rostro estaba contraído en una mueca de dolor; sus ojos, del color de la medianoche, fijos en el cuerpo sollozante de la mujer; y su cuerpo de Hércules se apoyaba, impotente, contra el cristal.
Sufría.
Sufría por ella, por verla tan mal, y sufría por él, por no poder estar ahí, abrazándola y ofreciéndole consuelo... Golpeó la barrera transparente con sus grandes puños, tratando de llamar la atención de la mujer.
Pero ella no se dio cuenta.
Una lágrima recorrió la perfecta mejilla del Hércules, enredándose en su barba de dos días, mientras  veía cómo la mujer a la que amaba, aquella por la que daría todo, se rompía en mil pedazos que él nunca podría volver a juntar.

Ella lloró, incluso cuando ya no le quedaban más lágrimas.
Le habían quitado a su pequeño, su única razón para existir, y se sentía totalmente vacía. Vagamente, se preguntó dónde estaría el hombre del cual había heredado los ojos su angelito, pero los truenos que bramaban a su espalda no la dejaban pensar... Qué extraño... Habría jurado que ese día no había tormenta. Pero claro, ella estaba encerrada en un psiquiátrico por algo, ¿no? Quizás sí estaba loca. Quizás sí debían apartar a su angelito de ella, para que no pudiera hacerle daño... Pero, entonces, ¿por qué sentía que se habían llevado su alma con él? ¿Por qué ya no sentía su cuerpo? ¿Por qué sus ojos no podían ver nada a su alrededor? ¿Seguía teniendo forma, o se había convertido en nada?

viernes, 7 de noviembre de 2014

"Niña."

-¿Quieres ir a dar una vuelta por los jardines? –me dijo después, pero yo no contesté, sino que seguí mirándole desde lejos. Pareció impacientarse-. Te he hecho una pregunta, niña, lo mínimo que puedes hacer es contestarme.

En ese momento, sin tener muy claro por qué, se me cayó el alma a los pies. Él ni siquiera sabía mi nombre, y eso me hizo volver a la realidad. Ahí estaba yo, en una habitación que, sin duda, había conocido días mejores un par de milenios atrás, soñando con poder saber algo más de mi guardián para matar el tiempo antes de que éste me matase a mí, sin querer acordarme de que estaba secuestrada, de que no tenía que intentar trabar amistad con él, pues no estaba conmigo, sino contra mí. Y, sin embargo, me estaba siendo tan fácil olvidarme de esos detalles...

-Eres un bruto –le solté, intentando contener el torbellino de pensamientos y de emociones que se desarrollaba en mi cabeza. Tenía ganas de llorar, pero no lo haría, al menos mientras él estuviera delante. Louis me miró con los ojos muy abiertos y una ceja en alto.
-¿De verdad no lo entiendes? –dije, tratando de evitar por todos los medios echarme a llorar-. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizás yo pudiera estar al borde de un ataque de nervios y que necesitase relajarme por un momento? ¿Que era eso lo que pretendía con toda esa parodia de la superheroína?
Pareció muy sorprendido por mi cambio de actitud, además de ligeramente arrepentido.
-No sé cómo reacciona la gente cuando la secuestran, no sé si tratan de relajarse o si se pasan el día entero llorando, autocompadeciéndose y rezando por que paguen su rescate antes de que les devuelvan a sus familias en trocitos –estaba empezando a soltar toda la tensión que llevaba dentro, y a la vez me daba cuenta de que era muchísima más de la que al principio había pensado. Louis me miraba como si me estuviera volviendo loca. Y, por un momento, yo también lo pensé; empecé a respirar agitadamente, como si algo me estuviera oprimiendo el pecho con fuerza, y, después, noté cómo las piernas me fallaban. Indudablemente, él también lo notó, porque corrió hacia mí y me sujetó antes de que cayera al suelo. Se arrodilló mientras me sostenía contra su pecho, firme y suave a la vez; para mi vergüenza, me eché a llorar.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Cuando mis ideas bailan un vals.

Me están bailando las ideas, y ya no sé lo que digo, ni lo que pienso... Es un baile lento y repetitivo, como un vals.

Avanzo un paso al verte, al reconocer tu cara y tus ojos, siempre tan brillantes. Pero es que tu cuerpo me llama también, me exige que le preste atención, que le mire, que le toque, que le desnude. Me lo ordena casi con urgencia, y yo sólo quiero obedecerle.

Giro. Aquí estás, mirándome tan de cerca que parece que quieras retener cada detalle de cada poro de mi cara, y yo sonrío como la idiota feliz que soy. Tú sonríes también, casi más ampliamente que yo, y no entiendo esta situación, pero me siento tan bien, que me da igual.

Tampoco consigo entender por qué causas este efecto en mí; yo no sé bailar el vals, pero tu sola presencia enseña a mis ideas a moverse como si lo hubieran practicado toda la vida, como si fueran profesionales... Como si no existiera nada más que ese baile lento y repetitivo, cuyos pasos son mirarte, tocarte y amarte.

martes, 4 de noviembre de 2014

Demonios.

Azules como la medianoche, y clavados en los míos, tus ojos me instan a caer en su profundidad.
Ven…, parecen susurrar, Ven…
Sonríes, y tu sonrisa me deslumbra y me asusta a la vez. Algo dentro de mí me advierte de los peligros que encierra ese simple gesto.
Ven…, parece susurrar, Ven…
No te has movido ni siquiera un milímetro; sigues ahí, como si un Miguel Ángel especialmente hábil te hubiera esculpido con esa postura relajada. Como si el mundo fuera tuyo.
Ven…, pareces susurrar, Ven…
Esos ojos como pozos, tu sonrisa de cazador satisfecho, tu pose de dios todopoderoso… Todo ello me asusta, así que aparto la mirada. Sé que has dejado de sonreír, pero sigo oyendo una voz en mi cabeza que me susurra Ven… ven…. Pero yo no quiero ir.
Te doy la espalda, y noto tus ojos clavados en mi nuca, exigiendo que te mire de nuevo… Que me acerque a ti.

No.

No voy a ser una presa. No voy a ser TU presa.

Me voy, mientras siento la ira que irradias; por si acaso me alcanzáis ella o tú, echo a correr, poniendo distancia entre el Demonio y yo.