-Eres un capullo –siseó ella, enfadada. A él no le gustaba quitarle la razón, así que se desgarró la camiseta, hundió los dedos entre sus costillas hasta traspasar la carne y tiró... Tiró hasta que se le abrió el pecho, dejando libres miles de pequeñas mariposas rojas para que ella pudiera ver que, efectivamente, era un capullo.